Cuando se cumple su centenario, la Revolución Rusa aún ejerce una poderosa atracción sobre la imaginación política. La fe en el marxismo-leninismo inspiró a millones de personas en el siglo XX, y el espectro del comunismo aterró a otros millones más. Incluso hoy, un cuarto de siglo después de la caída de la Unión Soviética, el legado de Lenin perdura. El Partido Comunista todavía gobierna en China. En la península de Corea, la Guerra Fría se niega a morir. El Occidente «capitalista» ha visto un resurgimiento de la fe marxista como consecuencia de la crisis mundial de 2008, apenas una generación después de que la esquela de Marx pareciera estar escrita en la caída del muro de Berlín.
Sean McMeekin recrea vívidamente la atmósfera de 1917, y explica lo que realmente pasó en Rusia bajo la presión de la guerra mundial. Lejos del «conflicto de clases» de la leyenda marxista, la Revolución surgió a partir de una particular mezcla rusa demagogia política, motín, furia popular y, no menos importante, incompetencia del gobierno. Aprovechando la agonía de Rusia, embolsando subsidios alemanes mientras se defendían de las acusaciones de traición, Lenin y los bolcheviques le pusieron su sello propio de fanatismo a la Revolución, tomando el poder y dictando decretos dirigidos a abolir cualquier tipo de la propiedad privada. Aplicando políticas más radicales de lo que ningún socialista hubiera soñado, los bolcheviques cautivaron el mundo y produjeron una catástrofe económica sin precedentes.