Antes de nacer, cuando su madre, la controvertida Olimpia de Epiro, aún lo llevaba en sus entrañas, el príncipe Alejandro de Macedonia ya concitaba augurios propicios que parecían anunciar una vida de leyenda.
Puede decirse, pese a su naturaleza mítica, que aquellas profecías resultaron acertadas. Alejandro mostró desde niño una inteligencia y un coraje innatos, cualidades que perfeccionó en su juventud gracias a la intervención de personajes como su preceptor Aristóteles, el filósofo de Estagira del que recibió enseñanzas en diversas materias, o de su padre, el rey Filipo, que dispuso para su hijo férreas experiencias en el arte de la caza y de la guerra.
De la alquimia de esas disciplinas surgiría, pocos años después, Alejandro Magno, el conquistador del mundo.